Colombia vota este domingo siete propuestas para frenar la corrupción. La iniciativa fue presentada por la ex senadora Claudia López del partido opositor Alianza Verde, compañera de fórmula de Sergio Fajardo en las últimas elecciones presidenciales. Los colombianos deberán marcar si están a favor o en contra de bajar los salarios a los diputados, obligar a los condenados por corrupción a cumplir la condena en la cárcel o de limitar el máximo de períodos a tres para cargos electivos en el Legislativo. Para que esto sea válido, es necesario que al menos 12 millones de colombianos participen y que el apoyo al sí alcancé la mitad más uno de los votos. Las expectativas no son buenas.
En Brasil, dentro de unas semanas, erigirán presidente. Unos días antes de ir a las urnas, los brasileños se enterarán si pueden o no volver elegir al ex presidente Lula, detenido desde abril por sospechas de corrupción durante su gobierno. Mientras la intención de voto de los candidatos de los partidos tradicionales no lograr superar el piso de los diez puntos, la popularidad del ex presidente no hizo más que aumentar desde entonces. Corrupto o no, una mayoría lo prefiere.
En América Latina el discurso anticorrupción aparece más como un elemento disuasivo que como solución al problema. Hay riquezas mal habidas que merecen ser legitimadas y hay otras que no tanto. La evasión fiscal a gran escala no es delito mientras existan caminos, en cierta medida legales, que lo habiliten. La fuga de divisas tampoco. Si entendemos la corrupción como un fenómeno moral entramos en un terreno barroso donde es necesaria la construcción de una especie de moralidad negativa en el estereotipo del político en América Latina. El problema ya no es la falta de legitimidad del sistema político sino el cinismo construido en torno al debate sobre la corrupción así como la distorsión en la percepción de nuestro propio sistema político.
El discurso anticorrupción no ataca necesariamente a la corrupción como problema sino que funciona como la zanahoria delante del burro que nos permite sostener la fantasía que si corremos del juego a “los corruptos” podemos recuperar un sistema político aséptico donde ya no existan campaña políticas millonarias, donde las instituciones públicas respondan a tiempo, donde los técnicos administren bien la cosa pública y donde los empresarios no usen todo lo que tienen a su alcance para competir a la hora de cerrar negocios con el Estado. Pero siempre que se tira del hilo suelto se termina deshaciendo el ovillo ¿Y después de eso qué? La crisis política que vive Brasil es lo único que puede explicar el ascenso del militarista Jair Bolsonaro.
Es probable que la consulta sobre la corrupción en Colombia termine siendo aprobada, pero el hecho de que los colombianos tengan que decidir por medio del voto directo como recuperar la confianza en su sistema político marca un retroceso. Posiblemente Jair Bolsonaro no llegue a la presidencia de Brasil, pero el protagonismo que ya alcanzó es un síntoma de la profunda crisis política que vive ese país. Que el debate sobre la corrupción en la política colombiana, brasileña y en América Latina toda haya monopolizado la agenda publica significa un retroceso del debate democrático sobre aquello que esperamos del sistema político. Atendamos el tema pero busquemos aristas. No descuidemos el debate profundo no ya del cómo sino del para qué en la política.