Los gobiernos del mundo se encuentran hoy en una misma encrucijada para prevenir la propagación del Covid-19. La tensión es muy grande y supone analizar las consecuencias sanitarias que implicarían la circulación del virus, contrapuestas con las consecuencias sociales y económicas que producen el aislamiento masivo. Si bien, esta ecuación es generalizada en todos los países, en algunos, su realidad socioeconómica les permite poder tender políticas homogéneas hacia el interior de sus territorios. Mientras que en otros, las respuestas se tornan como sus realidades: más complejas.
Como señala
David Harvey en un artículo publicado recientemente en la revista Jacobin de Estados Unidos, “los impactos económicos y demográficos de la propagación del virus dependen de las grietas y vulnerabilidades preexistentes en el modelo económico hegemónico”. Probablemente de aquí se puedan desprender algunas explicaciones acerca de las estrategias para tratar la pandemia en curso que se dieron los diferentes Estados alrededor del mundo.
Desde el control policial digitalizado del Estado chino, los lerdos y pequeños Estados europeos, el tan excéntrico como xenófobo Estado liderado por Donald Trump, o incluso los más diversos Estados Latinoamericanos que van desde la desquicia e imprudencia de Bolsonaro –que pone en peligro al mundo- hasta la mesura guiada por el más sensible sentido humanitarista de Alberto Fernández en nuestro país. Si resulta difícil encontrar un rasgo común en sus identidades estatales, algo más fácil es encontrarlo en sus estructuras sociales: si hay algo que caracteriza a toda Latinoamérica es la profunda desigualdad social que la atraviesa.
En este sentido, más adelante Harvey asegura que
“esta pandemia en progreso de Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, de género y de raza” pues no todxs podemos tomar de la misma manera la medida de prevención más efectiva hasta el momento difundida por el mundo: el aislamiento social. Y esto le presenta a Latinoamérica un desafío particular.
En nuestro país el aislamiento tiene varias connotaciones. La fragilidad de nuestra matriz productiva y distributiva cobra su expresión más concreta y cotidiana en contextos como este. En los últimos años, los índices de informalidad laboral y desempleo se vieron profundizados. El 35% de nuestra población no cuenta con un ingreso estable ni con los derechos laborales garantizados. La mayoría se inventaron su propio trabajo, lo hacen por su cuenta, asociadxs, o están a merced de la capacidad y el humor de un patrón que nadie regula. En definitiva, un poco menos de la mitad de nuestro país si no trabaja, no come. Y esta población es la que se encuentra de manera sistemática en situación de riesgo dada las condiciones habitacionales y alimentarias con la cual desarrollan sus vidas. En este contexto, el cese de la circulación de las personas se traduce rápidamente en hambre y falta de recursos de higiene y sanitarios, que el gobierno nacional y los movimientos populares que trabajan en los barrios más postergados intentan suplir día a día.
Esto último es llevado a cabo principalmente por espacios comunitarios sostenidos por mujeres que desarrollan una tarea social esencial sumándose a los trabajadorxs de la salud, exponiendo sus vidas y la de sus familias, por el bienestar común.
Ahora bien,
¿es posible y viable un aislamiento total de la población en sus casas? Dicho lo anterior, nos encontramos con otra realidad constitutiva de una gran parte de nuestra población. En los 4.300 barrios populares que existen hoy en nuestro país, la vida cotidiana se despliega de forma comunitaria. Esto supone que las fronteras que conocemos como hogares, se desplazan un poco más. La resolución de la vida se presenta casi siempre de manera colectiva: donde los cuidados de las personas son territorializados y la asistencia entre vecinxs es continua, el pasillo se convierte más que en el espacio de socialización, el espacio común donde lxs vecinxs resuelven las necesidades diarias y más elementales.
Esto no quiere decir, que en esos barrios no deba cumplirse el aislamiento y la cuarentena, sino por el contrario, significa que para que pueda efectivamente cumplirse intentando saldar la ecuación del principio, es necesario conocer las realidades vivenciales de esos territorios y poder adaptar las medidas generales de manera situada contemplando las formas que sostienen las vidas en cada territorio; sumado a la profundización de la asistencia estatal. Es más, resolver esta encrucijada es cada vez más urgente, los efectos del virus en algunas de nuestras barriadas pueden ser desoladores. Allí donde el hacinamiento es la forma de vida, la falta de cloacas y de agua potable son moneda corriente, la higiene que demanda la prevención no está garantizada. Nota para registrar post pandemia, pero difícil de solucionar durante la misma.
Y es que la imagen del aislamiento territorial se nos contrapone con la integración social, económica y urbana por la que pensamos y trabajamos quienes pregonamos una sociedad justa e igualitaria. El Covid -19 nos enfrenta con nuestras propias ideas y convicciones pero también con las realidades más crudas y la necesidad de avanzar con celeridad para que en definitiva reduzcamos las posibilidades de daño de este ¨enemigo invisible”. Sea como sea, y si es el aislamiento la mejor opción para este fin, sin dudas debe construirse con el tejido social construido a través de la historia que en cada uno de estos barrios tiene su especificidad. Espacios comunitarios, clubes, Iglesias, organizaciones sociales, quienes construyen comunidad todos los días deben estar en el centro de la escena y junto con el Estado construir una experiencia inédita de la cual seguramente salgamos fortalecidos.
• Sonia Lombardo, es socióloga, coordinadora nacional de la política social de Seamos Libres y asesora en la Secretaria de Economía Social del Ministerio de Desarrollo Social Nacional.
• Mariano Kritterson, coordina la política social de Seamos Libres en el Área metropolitana de Buenos Aires, y es referente de la UTEP en la Ciudad de Buenos Aires.