La historia despega en la Tuscia medieval, cuando los eremitas Esteban de Cataste, Hugo de Corbaria, Guido de Rosia y Pedro de Lupocavo pidieron al pontífice una norma común. Inocencio IV respondió con las bulas *Incumbit nobis* y *Praesentium vobis*: ordenó un Capítulo General, impuso la Regla agustiniana del siglo IV y eligió un prior que dirigiera la nueva orden mendicante. Dos décadas después, la bula *Licet Ecclesiae Catholicae* concretó la “Gran Unión” al incorporar otras ramas de ermitaños, gesto que consolidó la identidad agustiniana.
Los agustinos se organizan en tres ramas: la Primera Orden (frailes y sacerdotes), la Segunda Orden (monjas de clausura) y la Tercera Orden o Fraternidad (laicos consagrados). Bajo el lema *Anima una et cor unum in Deum* —“un solo corazón y una sola alma en Dios”— cultivan vida común, liturgia, estudio y trabajo solidario. El hábito negro (o blanco en climas tropicales), con cinturón de cuero, recuerda su voto de pobreza.
A lo largo de los siglos acumularon privilegios singulares:
los papas Alejandro IV e Inocencio VIII eximieron a la Orden de la jurisdicción episcopal y otorgaron indulgencias propias; desde 1352, un agustino custodia la sacristía pontificia y la Basílica de San Pedro; en 1929 asumieron la parroquia de Santa Ana dentro del Vaticano. La Biblioteca Angelica de Roma —fundada por el agustino Angelo Rocca— simboliza su aporte intelectual.
Robert Francis Prevost, ahora León XIV, fue prior general durante doce años y modernizó la administración global de la congregación. Su paso por Chiclayo y su dominio de seis idiomas reforzaron el carisma periférico que hoy promete impregnar el pontificado. Así, la antigua orden mendicante se proyecta al siglo XXI con un papa surgido de su seno, comprometido con una Iglesia que escucha a los últimos y desafía los viejos centros de poder.