Con la llegada de los primeros F-16 en cuenta regresiva, un documento del Estado Mayor de la Fuerza Aérea encendió alarmas dentro del propio sistema de defensa. El reporte describió que la división encargada del sostén de pistas y hangares arrastró falta de inversión, maquinaria obsoleta e incapacidad para garantizar la operatividad plena de las áreas de despegue y aterrizaje, incluso en helipuertos distribuidos en todo el país.
El texto fijó como meta “recuperar la capacidad de respuesta plena para el mantenimiento de la infraestructura crítica y reducción de accidentes en pistas de aterrizaje y helipuertos a lo largo del territorio nacional”. En paralelo, el oficialismo impulsó obras multimillonarias en el área militar de Río Cuarto (Córdoba), señalada como primera base para el despliegue de los F-16, una apuesta que contrastó con el deterioro reconocido en la logística cotidiana.
Según el informe, “el Grupo Construcciones del Área Logística Palomar (ALP) enfrenta serias dificultades operativas debido a su incapacidad para realizar el mantenimiento adecuado de las pistas en las bases aéreas de la Fuerza Aérea Argentina (FAA)”. La constatación llegó cuando el Ministerio de Defensa aguardó el arribo inicial de 6 unidades —de un total de 24— tras un pago anticipado de u$s 300 millones, operación que el Gobierno presentó como salto cualitativo en capacidad militar.
La controversia abrió interrogantes sobre prioridades de gestión y planificación: mientras se avanzó en la compra y en la obra nueva, la propia Fuerza reportó que no sostuvo lo básico para operar con seguridad. En ese marco, la discusión sobre soberanía y equipamiento volvió a exigir transparencia, controles y un plan realista de mantenimiento que cuidara recursos públicos y vidas antes de sumar anuncios.